San Vito: la danza del mal es un trabajo documental sobre vivir con una enfermedad hereditaria, degenerativa e incurable en medio de la pobreza y la desasistencia del Estado. Narra las historias de Crismaldo y Maikel, María Esther y Yosbelis, y Orolino, quienes viven en Barranquitas, un pueblo pesquero al sur del Lago de Maracaibo en el estado Zulia, al occidente de Venezuela, en el que se encuentra la mayor prevalencia en el mundo de la enfermedad de Huntington, conocida comúnmente como mal de San Vito.
Su nombre médico es Huntington, pero en Barranquitas nadie lo llama así.
Los caminos asfaltados abren surcos en la naturaleza para unir a grandes ciudades, como a Maracaibo, capital del estado Zulia –al occidente de Venezuela–, con lugares como Barranquitas, un pueblo pesquero custodiado por la Sierra de Perijá, a través de una carretera de 83 kilómetros que se recorre con la calma del paisaje en menos de dos horas.
En este poblado de calles de tierra y cloacas que sirven de bebederos para los perros callejeros, el mal de San Vito recorre la sangre de sus habitantes desde hace varias generaciones y se ha quedado entre ellos para convertirla en la población con mayor prevalencia de la enfermedad en el mundo.
La costa de este pueblo pesquero es rica en cangrejo azul y manamana, curvina y bocachico. El petróleo del lago opaca las escamas plateadas de los pescados y le da sabor amargo a su carne blanca y tierna. Allí se origina el mito: el mal se produce por comer frutos de esas aguas; una creencia que se mantiene, aunque ya en 1973 los científicos descubrieran su origen en el ADN.
“El mal” es la danza más conocida en Barranquitas, aunque no necesite música y su pista de baile sea la vida de quienes lo padecen. El cuerpo no se mueve porque un ritmo lo estimule: es una danza involuntaria, sin banda sonora ni coreografía, que luego de aparecer sigilosamente en su víctima, la va amoldando a su antojo, le estira la piel, le templa los músculos y devora sus fuerzas con voraz apetito.
Barranquitas no es un pueblo remoto, pero sí postergado. La pobreza pulula entre sus habitantes, que siguen adelante con la vida, esquivando los pedazos de petróleo en la arena y bailando la danza del mal.
Crismaldo y Maikel
Sus ojos marrones miran de frente, sin reservas, pero su voz se escucha bajito, habla poco y la sonrisa no es un gesto habitual. Las pecas se funden en sus mejillas rosadas y su pelo castaño está tostado por el sol. Maikel Soto tiene 13 años y desde los 10 cuida a su padre, Crismaldo, a quien el paso por su cuerpo del mal de San Vito durante una década le ha quitado la independencia necesaria para trabajar.
Maikel sale antes del alba. Pasa el día mar adentro, pero no para pasear: un sueter manga larga, un blue jean y una capucha de franela lo protegen del sol duro mientras pesca.
Regresa a tierra firme pasadas las cinco de la tarde y va directo a casa, pues si después de esa hora no ha entrado, el andar lento, inquieto y desordenado de Crismaldo sale a rastrearlo. “Me desespero porque no ha llegado, me pongo mal” se le entiende al hombre de 36 años, con la lengua enredada en el paladar y la mirada entre la luz que entra por los huecos de las láminas de zinc.
Maikel nunca ha ido a la escuela. Al preguntarle qué quiere ser cuando sea grande se queda en silencio y luego responde: “pesca’ pues, qué más” y aunque a veces juega con sus vecinos, no sabe de otra cosa que no sea cazar cangrejos azules con un palangre.
Para él su papá siempre ha tenido el mal, no lo recuerda diferente, pero desde hace tres años le tocó asumirlo de otra manera: sus cuatro hermanos y su madre se fueron a más de mil kilómetros de distancia, a algún pueblo del estado Anzoátegui, al oriente de Venezuela. Desde entonces, Maikel trabaja para darle de comer a su padre, le da el Tecmodis -medicamento indicado para tratar el movimiento-, lo alimenta, y todas las noches lo acuesta y lo arropa antes de dormir.
Las pocas sonrisas de Maikel son con Crismaldo, la complicidad se cuela entre la tristeza y por unos segundos parecen tranquilos, felices, sentados al borde de un colchón de goma espuma vencida con los pies sobre la tierra aplanada que hace el piso de su casa.
Los abraza la danza del mal, pero la gratitud de Crismaldo hacia su hijo cuidador es tal que la voz ronca se afina con claridad cuando dice que “yo tengo cinco hijos, pero él solito se ha encargado de mí”.
Yosbelis y María Esther
Yosbelis Patricia, siempre hace hincapié en su segundo nombre, se presenta con beso y abrazo. Sonríe sin reservas y toma de la mano para indicar por dónde es el camino. “Hablo hasta cuando estoy dormida, hablo sola, yo no sé por qué hablo tanto”, reconoce entre risas. El cansancio y el hambre siempre van con ella, todo por el movimiento que no la deja dormir en reposo y consume todas las calorías.
María Esther apenas da la mano. No es antipatía, es timidez. Con 42 años y cuatro hijos –Jesús Francisco (19), Catia Libanesa (15), Dogser (10) y John Kenedy (9) –, aún desea ser maestra, porque le gusta enseñar a los que no saben, pero sólo pudo estudiar hasta sexto grado: su familia de 9 hermanos no tenía cómo darles estudio, comida y techo a la vez.
Las hermanas Soto Soto tienen Huntington, una enfermedad genética prima del Parkinson en la que las neuronas van muriendo por la interacción de proteínas sanas con la proteína huntingtoniana. Viven junto a su familia en Barranquitas, una de las poblaciones de la costa occidental del Lago de Maracaibo, en el estado Zulia, donde se encuentra la mayor concentración del mundo (más o menos 700 por cada 100 mil habitantes) de enfermos de San Vito, el nombre coloquial con el que se conoce la enfermedad.
A los cinco años, Yosbelis comenzó a sentir dolores en las piernas y cosquilleos en las manos y los pies. Con 33 años recién cumplidos y dos hijos –Cristian David (9) y Yoendry (7)-, sus síntomas se parecen más a los que conoció en su papá, de quien heredaron la enfermedad: sus dedos se mueven como si tocaran cuerdas invisibles en el aire, su cuello se estira lento hacia atrás y cae a un lado o al otro, sus párpados parecen tener una carga pesada sobre las pestañas. Nada es voluntario.
Tampoco lo es en María Esther, quien comenzó a sentir la enfermedad hace 4 años. Sus piernas inquietas la levantan de la silla aun cuando no quiera pararse, los dedos entrelazados aprietan sus manos y se mueven como algas bajo el mar, su mirada perdida de a ratos.
Los días de ambas transcurren en un mutuo acompañarse. Pasan las mañanas en una de las playas a las que llegan los pescadores, aunque es María Esther la que entra al muelle como si fuera su casa y espera hasta que le regalan una bolsita con un par de pescados. Así resuelve algunas comidas. Luego van a casa de otra de sus hermanas, y mientras ella cuida a los niños, Yosbelis colabora con el negocio familiar: pela papas, fríe pescados, amasa harina y hace los mandados.
Solo se separan en las noches, cuando cada una va a su casa, separadas por pocas calles pero iguales en estructura: tablones de madera y láminas de zinc aseguradas con una cadena gruesa y un candado. Adentro, un par de habitaciones: en una, nevera, cocina y lavaplatos sobre un piso de tierra pulcro; en la otra, un escaparate de madera es el closet familiar y una goma-espuma ocre hace las veces de colchón matrimonial sobre barrotes oxidados. El “baño” está afuera, sin mobiliario ni paredes, sin siquiera letrinas, y el agua les llega por manguera.
Se acompañan hasta en no tener pareja. “Nosotras no tenemos marido, es mejor estar solas, con nuestros hijos”, asegura María Esther, luego de que Yosbelis narrara cómo las discusiones con el padre de sus hijos terminaban en golpes.
Cuando le preguntan cómo se siente, Yosbelis responde: “Yo me siento bien porque estoy con mi hermana”. Y María Esther, que la defiende de comentarios malintencionados y la regaña cuando no es amable con los demás, replica con los ojos enchumbados en lágrimas: “Ella es amor, yo la quiero así tenga más el mal que yo”.